Me sentía realmente mal y además me quemaba la cabeza esa histeria de
la playa, todo ese muestrario de culos prohibidos. ¿Con quién cogían todas esas
mujeres? Con cualquiera, menos conmigo. Me quedé dentro del auto, en la
esquina. Me fijé que no viniera nadie y me decidí a entrar. Había una tipa
barriendo, me dijo está cerrado señor, abre a las veinte. Perdón, perdón, dije
pegando la vuelta, y me atajó: ¿A quién busca? Si busca una chica le voy a dar
referencias. No entendí bien, hasta que la vi dejar la escoba y anotar algo en
un papel, en la barra. Me lo dio y salí rápido. Me volví a sentar al volante.
El papelito decía Melanie y tenía un teléfono. Estaba embalado. Pensé en volver
a la Punta y llamar después, pero ya estaba dentro de una ola de adrenalina que
no sentía hacía tiempo. Yo en general fui siempre fiel. Hace mucho me enredé
durante unos meses con una compañera de trabajo —no en la empresa donde trabajo
ahora —, pero después lo cortamos de mutuo acuerdo, y nunca más. Después me
porté bien. No me quiero justificar. Esto lo hice porque quería. Quería estar
con una mujer desnuda, sentirla contra mi cuerpo, no me importaba si tenía que
pagar. Llamé desde un locutorio y una voz de mujer muy dulce me dijo que
atendía en su casa, que trabajaba sola, me dio la dirección y me pasó la tarifa
por una hora. Calculé que eran sesenta dólares en pesos uruguayos. Le dije que
iba para allá. No quedaba lejos. Pasé dos veces por la puerta manejando
despacio, mirando la casa de una planta, con las persianas bajas, sencilla.
Dejé el auto a dos cuadras y toqué el timbre. Me abrió una gorda de ojos
verdes, me hizo pasar con una sonrisa, medio tímida. Tenía el pelo negro, largo
y suelto. Soy Melanie, me dijo. De entrada me gustó, era de esas mujeres gordas
con forma, con buenas curvas, pulposas pero de cintura angosta. Me hizo pasar
al cuarto, nos desvestimos y nos dimos con todo durante un rato. Era la una de
la tarde y yo cogiendo en Maldonado. Pero me dio una felicidad enorme. No sé
cómo explicarlo. Me sentí tranquilo, aliviado. Melanie era cariñosa, me trataba bien, me ponderaba,
me hacía sentir como un hombre. Daban ganas de hacerla ir a mi mujer para
mostrarle y decirle ¿ves lo fácil que es tenerme contento? En casa decreté que
día por medio no iba a ir a la playa sino a jugar al golf, y además solo, o a tirar
pelotas. Cargaba la bolsa en el baúl y me iba a pasar una hora con Melanie que
después de encontrarnos un par de veces me confesó que se llamaba Mónica, que
era viuda, que había trabajado de noche en el Hiroshima, que todos los días a
las diez de la mañana lo llevaba a su hijo a la colonia de vacaciones y algunas
tardes trabajaba de ayudante en una peluquería. Yo por mi lado le dije toda la
verdad. Le conté todo de mi familia, la pelea absurda con mi mujer. Hablábamos,
cogíamos un rato y después yo me iba. Al día siguiente iba a la playa, feliz de
la vida, sereno, mirando a las chicas pero sin bronca, disfrutando el panorama,
juntando ganas porque sabía que la vería a Mónica al día siguiente. Era muy
linda. Esas morochas blancas, con unas tetotas enormes y un culo carnoso que
era una fiesta total. A ella le convenía la hora, y a mí también. El acuerdo
era perfecto. Un mediodía llevé pollo con papas fritas de una rotisería y
almorzamos en su cocina. Me empecé a quedar un poco más de una hora, a veces dormíamos
una siesta hasta las tres. Era agradable estar en su casa, tan lejos del
cotorreo de la playa, de mi mujer quejándose por la mucama, de mis hijos
pidiéndome plata. Esto era otro mundo, más simple, más lento. Un día estaba su
hijo porque tenía un poco de fiebre, así que solo tomamos mate en el patio, no
hicimos nada y no me importó, de hecho me gustó, me habló de sus plantas
mientras el hijo se
acercaba y me dejaba autitos en las rodillas. El último día que la vi a
Mónica, el cielo amaneció cargado con unos nubarrones negros y tronando. Mi
hijo había llegado de madrugada, borracho, y el auto estaba chocado, no mucho
pero con el guardabarros rozando la rueda. Lo reté, pero él no sabía que mi
bronca era por haberme dejado sin auto justo ese día. Agarré solo tres palos,
una madera, un hierro y el putter, me los até a la espalda con una correa y me
subí a la motito de mi hija. Rodolfo, vos estás loco, hay rayos, decía mi mujer
y yo le decía que el golf últimamente era lo único que me hacía feliz. Por el camino
me agarró la lluvia, primero suave, después un chaparrón que me ensopó. Antes
de llegar me quedé sin nafta y tuve que caminar empujando la moto hasta una
estación de servicio. Empezaron a caer rayos y yo con los palos a la espalda
tenía miedo de atraerlos, pero seguí. Quería estar con Mónica. Cuando me vio
llegar, sonrió y trajo una toalla sin decir nada. Me saqué la ropa mojada y nos
metimos en la cama. Puedo decir que algo pasó. No quiero exagerar, ni sé
explicarlo bien, pero sé que los abrazos tuvieron otro significado esa tarde.
Aunque no dije nada, ella entendió que no nos íbamos a ver más. Afuera
diluviaba, Mónica me pasaba muy suave la mano por la cabeza. Sabía que eso me
gustaba. Después me trajo ropa seca de su marido que había sido jardinero y
había muerto electrocutado con una máquina de cortar pasto. Sobre una silla me
dejó una camisa y un pantalón. Me quedé un rato con ella en la cama, sentí su
respiración distinta cuando se quedó dormida y me levanté. Me puse de vuelta mi
ropa mojada y le dejé la plata en la mesa de luz. Se despertó un poco y nos
despedimos con un beso. Le dije que no se levantara y me fui. Al día siguiente
volvimos con mi familia a Buenos Aires. Cuando salimos del ferry en Dársena
Norte, en la puerta de Buquebus, unos manifestantes contra la papelera uruguaya
nos tiraron huevazos que chorreaban por el parabrisas del auto. Yo, antes de
saber de qué se trataba, sentí que me lo merecía, sentí que me estaban
escrachando a mí. Pero bueno, uno después se acomoda otra vez a su vida. Por
eso digo que no estoy deprimido, pienso en Mónica nomás.
Supongo que ya me voy a ir olvidando. Lo que tengo claro es que no voy
a hacer terapia. Aunque quizá le diga a mi mujer que voy a ir a terapia, así
puedo aprovechar para salir y estar solo un rato.