lunes, 29 de agosto de 2016

El monstruo, un cuento de Mariana Enriquez


"El Riachuelo es nuestro cáncer urbano, ese tejido que se degeneró y amenaza con matarnos, si toma todo el cuerpo. Como el cáncer, crece, se propaga malignamente. Un monstruo negro".
El monstruo de Buenos Aires, Gustavo Nielsen.




Pablo supo que Carlitos no iba a volver cuando vio a su mamá entrar al rancho a los gritos, mientras las tías la sostenían para que no se cayera al piso o se arrancara los pelos. Después le dieron una pastilla con vino y la pusieron a dormir. A él le dijeron que se portara bien, y lo abrazaron mucho, porque sabían cuánto quería a su hermano.

A Carlitos lo habían matado, y el cuerpo apareció flotando en el Riachuelo,  boca  arriba  —cosa  bastante  rara,  porque  los  ahogados solían quedar boca abajo—. Pablo se fue corriendo al fondo de la isla, y se  metió  a  llorar  en  una  de  las  casillas  abandonadas.  Ya  estaba desobedeciendo a su madre, porque a ella no le gustaba que fuera para el fondo, donde vivían los densos, que  tomaban mate en los pasillos todo el día y después salían a la noche todo mal, o se los llevaba la policía,  o  los  mataba  la  policía  o  se  tiroteaban  entre  ellos  y  con  la policía. La gente de adelante les tenía miedo, porque en Montaña, la calle principal, se andaba bastante tranquilo: con negocios de ropa y almacenes, casi parecía un lugar normal.

En  el  fondo  era  distinto,  pero  a  Pablo  le  gustaba.  El  fondo  quedaba más lejos del Riachuelo, el aire apestaba menos y no se escuchaba tan claro el plop plop del agua negra, que le hacía acordar a un monstruo dormilón que, algún día, se iba a despertar y les iba a tirar el puente encima; pero no el puente Avellaneda, el viejo, ese de fierro oscuro que no servía para nada pero a alguna gente le parecía lindo aunque era igual al espinazo del monstruo, así, al aire libre. Algún día el agua aceitosa iba a cubrir el puente viejo, iba a tomar forma, y toda esa oscuridad se los iba a llevar, como se acababa de llevar a Carlitos.

Cuando terminó de llorar se fue a buscar al Chino, su mejor amigo que vivía solo porque tenía al papá preso y la mamá se había ido a trabajar a Constitución y  no había  vuelto  más.  El Chino se  caminaba  la isla todo  el  día  y  por  eso  estaba  cada  vez  más  flaco.  Además,  había empezado a fumar. Era muy inteligente, y conocía lo que pasaba en la isla, hasta los secretos, y eso que de muchas cosas nunca se hablaba.

Sabía, por ejemplo, lo que le había pasado al pibito que vivía al lado del San Telmo. Primero se fue a Constitución a pedir, porque le dijeron que ahí estaba la posta. Después agarró la bolsita y la empezó a necesitar, porque pasaba eso: la tenías que oler todo el día o te volvías loco. Unos tipos le prometieron darle bolsitas gratis. Gratis de plata: tenía que chuparles  la  pija  o  alguna  otra  cosa  así  como  pago,  de  degenerados que eran. Después de un tiempo el pibito apareció en el Argerich, se había  querido  tirar  debajo  de  un  coche.  Lo  salvaron.  Lo  trajeron  de vuelta. A la semana se tiró al Riachuelo y se ahogó. Muerte segura, con ese  aceite  que  parecía  los  pelos  largos empastados  de  las  mujeres cuando  tapan  las  cañerías  y  hay  que  sacarlos  o  tirarle  a  la  cañería soda cáustica.

El  Chino  había  visto  animales  muertos  flotar  y  pudrirse,  cachos  de carne, intestinos de vacas. Pablo no había visto tantas cosas: no se acercaba al agua, trataba de andar lejos de la orilla y del muelle. La teoría del Chino era fácil: el agua negra pedía pibitos, había que entregarle  chicos  de  vez  en  cuando,  tipo  ofrenda,  como  a  las  Mais cuando pedían cosas para favores. Por eso los policías le habían hecho cruzar nadando el Riachuelo a ese pendejo que se llamaba Emmanuel en Pompeya. Eso lo hicieron porque son unos hijos de puta, dijo Pablo. Más vale, dijo el Chino, pero ¿por qué tan pero tan hijos de puta? Si lo querían matar, con pegarle un tiro ya estaba. ¿O acaso no matan pibes todos   los   días?   No:   lo   hicieron   cruzar   porque   el   Riachuelo   los convenció, porque el Riachuelo habla.

El  Chino  nunca  le  había  escuchado  la  voz,  pero  hay  cosas  que  se saben, que son obvias, aunque no haya pruebas. 

El Chino se armó un porro y ofreció, pero Pablo le dijo que no, porque cuando  estaba  mal  no fumaba,  se  ponía  peor.  Además,  ¿qué  iba  a hacer ahora sin Carlitos? Había un montón de gente en la isla que organizaba   marchas,   ayudada   por   unas   personas   que   venían   de Capital: estaban  convencidos  de  que  a  Carlitos  lo  había  matado  la policía.  Seguro  que  tenían  razón, pero  no  había  sido  eso  solamente, pensó Pablo. Si el Chino tenía razón, la cuestión no se arreglaba con hacer mierda a los policías o mandarlos presos. No se iba a terminar nunca, porque el monstruo no se iba a ir. Siempre iba a querer más y siempre iba a conseguir gente que le habilitara lo que necesitaba.

Él sabía lo que pasaba abajo del agua negra, desde  muy chico. Una sola vez se había subido al bote para ir hasta La Boca, con su papá, cuando  todavía  estaba  vivo,  antes  de  que  se  lo  comiera  el  bicho.  Y había visto los cientos de deditos del monstruo tocando el bote y los remos; su papá hablaba con un amigo, ni lo miraba, pero Pablo sintió que le faltaba el aire y quiso decirle papá mirá esos dedos, dedos flacos pegajosos, a medio formar todavía, pero iban a hacerse fuertes algún día, él se dio cuenta y tenía nomás cinco años.

Ahora tenía ocho, y ya sabía demasiado. Que el agua no se dejaba limpiar, por ejemplo. En la isla se hablaba de que nadie cuidaba a la gente ni se decidía a limpiar el Riachuelo porque, total, eran pobres, si se  morían  mejor,  menos  problemas,  menos  pobres  chorros  brutos sucios.  Qué importaba  si  se  contaminaban,  si  los  chicos se enfermaban  con  manchas en la  piel,  si nacían deformados,  sin ojos, con brazos de más o de menos, con el corazón del lado derecho, las mujeres   que  abortaban   en   seguida   de   embarazarse,   y   cáncer   a cualquier edad y en todas partes del cuerpo, una forma de matarlos sin que tuvieran que pegarles tiros.

Pero el Chino le había contado otra cosa.

Una  vez  había  venido  una  cuadrilla  de  limpieza.  El  Chino,  que  se llevaba bien con todo el mundo y le sacaba conversación a cualquiera porque   no   hablaba   para   nada   como   un   villero,   y   la   gente   se impresionaba, se puso a conversar con uno de la cuadrilla y después terminaron borrachos.  El  limpiador  le  contó  la  verdad.  Tenían  que hacer como que trabajaban, pero no tenían que empezar de verdad. El hombre  no sabía  muy  bien  por qué les habían  dado esa  orden, a lo mejor porque alguien se quería quedar con la plata del proyecto. Pero el  Chino  investigó  más  y encontró  una  información  que  entonces  a Pablo  le  pareció  muy  rara,  y  ahora  le  resultaba totalmente  creíble: había gente que sabía del monstruo dormido, y no quería molestarlo, porque  esa gente  se  hacía  una  idea  clara  de  lo  que  podía  pasar. Entonces armaban planes de limpieza, los publicaban en los diarios, los anunciaban en la tele, pero no los hacían nunca. Hasta podían ser cómplices del monstruo. Les convenía.

A mí me encantaría pensar que no limpian nomás de hijos de puta, dijo el Chino. Pero me parece que quieren que todo quede como está, o quieren que siga adelante y no cambiar, porque nadie sabe qué es el Riachuelo. Quién duerme en el barro allá abajo. Qué pasa si se lo molesta.
Nadie sabe.

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