El viernes fui a encontrarme con mi viejo amigo, el Polaco. Conozco al Polaco desde años, casi cinco, pero conocí al tipo en Colombia. Cuando llegué a Buenos Aires este año, el Polaco me prestó su departamento porque él había vuelto a su país para la boda de su primo.
Ahora ya había vuelto a Buenos Aires. Nos encontramos en San Telmo, en un bar irlandés, que se llamó ‘Galway’ o ‘Limerick’ o algo así. A su lado, el Polaco tenía una Sueca, una vikinga alta y rubia con una mirada socialista que es muy común en los escandinavos. Cuando la vi, pensé: ‘Mmm…’. Porque el Polaco tiene una pasión, un gran amor, jamás visto, por las mujeres suecas. Yo soy lo opuesto. Odio a los suecos, a todos. Quizás esta descripción sea una exageración, pero puedo decir que ellos no me caen bien. No se porqué. Pienso que es porque los escandinavos siempre me han tratado como un idiota porque soy de Estados Unidos.
La vikinga no era una excepción a mi regla. Después de quince minutos de conversar, habíamos establecido que no seríamos amigos. No me importaba porque tenía una cerveza para chupar y no necesitaba conversar con nadie. Fingí estar cansado y un poco después, el Polaco y la vikinga me dejaron por un ratito porque querían comprar cigarrillos.
Ellos se fueron al kiosco y tuve la mesa solamente para mí y mi cerveza. Algunas mujeres me miraban por un segundo, dos segundos, tres y volvían a sus conversaciones. Nunca supe qué significan las miradas como esas. ¿Son invitaciones para conversar? ¿O son miradas que dicen: ‘no me mires, gringo’? No tengo la respuesta.
Así que tomé mi cerveza y después otra. Tomaba mi tercera cerveza cuando El Polaco volvió, esta vez sin la vikinga y me dijo, estoy enamorado. Ya sé, le dije. Ella es muy bonita, ¿no? Mmm.. le dije. Y ¿simpática?, agregó. Mmm…, le dije. ¿Sexy?, insistía.
¿Puedo tomar un cigarrillo?, le pedí. ¿No te gusta, verdad? me preguntó. Me gusta, me gusta, le mentí con cara de amistad y honestidad, ella es muy amable y simpática y probablemente fecunda. Uds. van a tener una super raza de hijos. Fuck you, me dijo el Polaco. ¿Podemos ir a otro bar? le pregunté. Sí, vamos.
Fuimos caminando a La Boca. El Polaco quiso ir al bar en donde su amigo Coster trabaja. He conocido a Coster hace muchos años también y él es un buen tipo, sudafricano, y orgulloso de ser un miembro de la mafia Africana aquí en Buenos Aires. No sé qué hace, la mafia Africana, pero no tengo dudas de que es ilegal.
Habían pasado cinco segundos cuando vimos a Coster con los otros Africanos. Estaba muy oscuro dentro del bar. No pude ver a nadie ni pude oír nada a causa de la música hiphop. Coster, uno caballero, nos ofreció un cuba libre. Pero muy libre, como gratis. Tomaba mi segundo cuba libre, cuando escuché mi nombre. Era una de las gringas de la semana atrás. Y su novio, el escritor.
El Polaco, borracho, empezó a conversar con la gringa y me dejó de hablando con el escritor.
-¿Trabajaste con tu novela hoy?- me preguntó.
-¿Qué?- le grité. Estuve casi sordo por el volumen de la música.
La tercera vez que me preguntó, entendí.
-Sí, trabaje hoy con mi novela. Pero ayer no escribí nada porque tuve que cumplir con mis otros contratos.
-Tienes que escribir todos los días, mi amigo- me dijo con una cara seria.
Go fuck yourself, Jack, pensé pero no lo dije.
-Ah, sí, es verdad,le dije. Dime, amigo, ¿cómo es el tema de tu novela?’
Me dio una mirada fría y dijo:
-Nunca hablo sobre una obra en progreso.
Quise reírme en su cara pero mi mamá me había enseñado. Mejor que no dije nada y fui al bar para pedir otro trago. De repente quise emborracharme. ¿Qué otra cosa mejor se puede hacer un viernes por la noche, estando en otra ciudad, en un bar?
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